En el camino, tuvo la mala suerte de encontrarse con un grupo de soldados que la “confundió ” con prostituta, la violó y la dejó tirada, media muerta, repleta de polvo.
Cuentan, que mi bisabuelo, un alemán que llegó a México quién sabe cómo y quién sabe porqué… la encontró y la “acepto así”, la cuido, la quiso bien (o lo mejor que pudo).
Nuestra nana, era indígena, de un pueblo originario de aquí de México, al que ahora llaman: los Mayos de Sonora o yoremes.
Mi mamá creció con ella, salvaje y feliz, proveída por la tierra, el río Mayo y el mar, acompañada de su hermano, de algunas gallinas y animales de granja, y una cabra, (nombró a la cabra aparte porque era especial, mi mamá solía jugar a montarla hasta que se cansaba de que la tumbara).
Yo no he olvidado que soy descendiente de un pueblo se mantienen en resistencia, de mujeres fuertes que tuvieron que aguantar lo inaguantable, de gente, que viene de muy lejos.
Yo no he olvidado, las manos de mi bisabuela, ni el sonido de las almejas y los ostiones brincando sobre el comal… ni el olor a café recién hecho.
Yo no he olvidado, que no pudieron arrebatarnos lo verdaderamente valioso… ni la dulzura de los ojos de mi abuelo el gachupín.
Tampoco, que en esta paradoja, nací blanca (tirándole a amarillo), y que mi lengua madre es el español… que tengo la fiereza de los que vivieron del mar, el cabello y las pestañas chinas, ni que fui consagrada al Sagrado Corazón de Jesús…
Sé, que no somos perros callejeros, ni despojos de la conquista…somos esa crucecita brillante en el innmenso tejido de la vida. El resplandor del sol, sobre el filo de aquella obsidiana, llamada poéticamente: lágrima de apache, aquella, que simboliza las estrellas, el luto, la desesperación… y también, el abismo sin fondo del hermoso corazón de la madre tierra; piedra, que facilita la unión con el cosmos, y se lleva cualquier dolor, cualquier tristeza…
Así es, soy de un pueblo, que viene de lejos.
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